domingo, 20 de diciembre de 2015

Al final sí vine.

Al final sí vine. Pensé que nunca lo haría, que no podría con mis miedos y que me quedaría donde estaba. Aquella tierra me vio partir dos veces, la primera vez con un destino cercano y con esperanzas de vuelta por la noche; la segunda, un par de días después, sería lejana y sin retorno. 

Ese martes, pintado de gris desde el amanecer, no tenía ni idea de lo importante que iba  a ser en mi vida. Partí sin mucho que decir, nadie me vio salir. Recorrida la distancia en una hora y algo más, llegué a una ciudad que ya conocía pero que nunca más vería igual, la encontré muy parecida a lo de siempre, los turistas, las murallas, el mar, el caos, el desorden y el acento marcado. Mi cercanía a esta ciudad, como la cercanía a cualquier cosa, le quita la sorpresa. Todo eso, realmente, me daba igual, sólo estaba esperando encontrarme con ella. Nervioso, pero como si nada pasara, la llamé. Entre risas e indicaciones, llegué al lugar donde sentada me esperaba, la vi ahí y no pude evitar sonreír, totalmente distinta a cualquier turista, no dejándose llevar por ninguna moda, con ganas de conocer la ciudad no por sus playas, sino por su gente, por sus calles, por las historias que en ella hay. Luego de abrazarla y tener que soltarla rápidamente para no ser imprudente, charlamos un poco por encima, con miedo, con silencios y con sonrisas. Toda la orilla del mar nos quedó pequeña, el tiempo voló y nosotros volamos con él. Fue un tiempo mágico, hablamos de todo y nada, recibimos las estrellas y a la luna sonriendo y mirándonos  a los ojos. Tenía que volver a casa, me resultaba triste no poder verla al amanecer, no poder abrazarla un poco más y no decirle lo mucho que tenía por decir; me conformé con darle un par de libros, uno de poesía que me había regalado mi hermano en Madrid y otro, un compilado de cuentos de fútbol; y prometerle, con las olas como testigo, que iría dónde ella estuviese por ellos. Creo que  no me creyó mucho pero igual tomó los libros y los aseguró. Otra cosa más de ella que me encanta, nunca le dice que no a los libros. 


Llegué a mi casa, pensando en todo lo que había pasado, todo lo que había dicho y prometido, imaginando la manera de poder cumplir cada palabra que le dije mirándola a los ojos. Al día siguiente la conversación no era la misma, entre lo tenso y lo obligado, como si nos hubiésemos gastado en ese día todas las conversaciones posibles. ¿Cómo podía cambiar eso? ¿Qué tenía que hacer? La respuesta era fácil, estaba ahí. Tenía que cumplir e ir. Ella regresó a su ciudad, un poco decepcionada de mí. Nunca me lo dijo pero lo sentía en cada palabra que ella escribía y yo leía. No me quedó más remedio que enfrentar al destino que temía, el destino en el que confío plenamente. Pero ¿Quién no le tiene miedo a lo que la vida le tiene listo? Todos y cada uno de nosotros le teme, creemos en lo que vendrá, no sabemos qué pueda ser, pero en algún momento vendrá y aún temiéndole, no quedará otra cosa que mirarlo de frente.


Mi casa y mi ciudad me vieron por última vez, volví a irme sin decir nada, y como siempre, nadie me vio salir. Conté con mucha suerte, encontrar un vuelo para ese mismo día era casi imposible. El destino que tanto temía en realidad me estaba ayudando. Ese día no hablamos mucho, yo quería sorprenderla y mostrarle lo que por ella haría. Cuando me vi, estaba en una gran ciudad, una ciudad entre montañas y flores que me sonreía. Lo mismo que quería que hiciera ella al verme, sonreír con esa magia que sólo ella tiene, que me sonriera con la mirada en la que puedo perderme, perderme por siempre. Como pude llegué a su apartamento, con medio peso en el bolsillo y cierta ubicación general lo logré. Ahí estaba de pie, ante su casa y ante mi futuro. Aunque nunca lo dudé, las piernas me temblaban. Toqué timbre y esperé. Lentamente se abrió la puerta y ahí estaba ella, despeinada y seria, mientras sus ojos se abrían por la sorpresa, que no era yo y sí eran las palabras prometidas que se cumplían, sonrió y mato en mí el miedo, el temor, la incertidumbre que me había llevado hasta ese momento. Antes de fundirnos en un abrazo y un beso eterno que nunca olvidaré, sólo pude decir, con una voz temblorosa.
-¡Al final sí vine!

¡Ya no quiero jugar más!

¡Ya no quiero jugar más!


Desde que nací he viajado por el mundo, crezco y cada vez es más la felicidad que 

siento al ver la felicidad que le provoco a muchos. Comenzando por los pequeños que 

recién  me ven y me sienten por vez primera,  y terminando con los longevos que, desde 

esa misma primera vez,  no nos hemos separado. Siento que esto nunca se va a acabar. 

Desde niña tengo una leve inclinación y un amor especial por los pies izquierdos, ellos 

saben tratarme muy bien, no me resisto a nada que me propongan; aunque me confieso, 

hay unos diestros que sí que saben bien qué hacer. Cualquier de los dos pueden hacerme 

muy feliz. Hablar de eso me hace recordar a Diego, un poco más atrás a Rivelino,  

Charlton y Puskas, qué educación, qué exquisitez, qué genialidad la de esos zurdos ¿Y 

qué tal este pibe Lionel? De otro mundo ¿No? Este pequeño me devuelve al pasado 

donde todos iban para adelante, me dejaban andar, rodar, y cuando alguien quería 

robarme de alguno de ellos, me llevaban pegadita a su pie, bien atada, cuidándome y 

mimándome. Era puro arte.  Los pies derechos también han tenido grandes detalles 

conmigo, aquellas faenas con los brasileños Edson Arantes, Garrincha, Ronaldo y 

Ronaldinho. Las noches mágicas con “El Mágico” González y Zinedine;  imposible 

olvidar las tardes en Argentina con Román y Aimar, esos sí que no me querían soltar 

nunca ¡Vaya días! ¡L’amour! 


Ahora todo es distinto. Hay uno que sólo saben maltratarme, son como de madera. Mas 

bien rústicos. No les importa acariciarme ni consentirme. Para ellos entre más duro me 

peguen, mejor ¡Qué equivocados están! El único que podía pegarme con fuerza, con 

clase y que siempre me mandaba a guardar era Roberto Carlos. Los demás que no lo 

sigan intentando, por favor. Les recomiendo que recuerden a Juninho Pernambucano o a 

Beckham, en su defecto al pibe del que antes les hable, Messi. Ellos sí saben cómo se 

trata a una consentida, como yo. ¡Bah! Me da rabia de sólo pensarlo, ni putas ganas de  

salir a la cancha cuando los veo ahí calentando. Lo único de lo que tengo certeza es que 

el peor de todos es un tipo que se hace llamar ‘Pepe’, pena le debería dar tratarme así, 

no respeta la edad, la tradición, el buen gusto, la educación y los modales de los viejos. 

Siento que tengan que ver ese tipo de maltrato cada domingo, no lo merezco, nadie 

merece verlo.  Excúsenme por ellos, no saben lo que hacen. Mejor pienso en otra cosa. 


Todos los años tengo eventos y me visto de gala para ellos. Cuando me veo ahí estoy ya  

rodeada de miles de personas, de cámaras y  flashes. Para esas ocasiones las mejores 

marcas me visten, las grandes compañías me auspician en Europa, Suramérica y Asia, 

pero todo es por dinero, no hay pasión. Se les olvidó que yo también siento. Cada cuatro 

años es peor, me ven más linda, más bonita, nadie pero nadie, deja de mirarme. Me 

hacen  sonrojar.  A mí, en realidad, todo eso me da igual. Me resbala. Los que más me 

gustan y me muero por vivir son los encuentros de barrio, con los viejos amigos, en 

donde no hay tiempos ni jueces, en donde se juega por diversión, en donde las sonrisas 

que despierto son reales y alivian dolores; en donde evito que el tiempo de los jóvenes 

se vaya a otras cosas no tan buenas. Eso es lo que de verdad quiero. A lo que vine a este 

mundo es a traer sonrisas y felicidad. Quiero pensar cosas bonitas, pero ¿Por qué 

siempre termino pensando en otras cosas?  Mi realidad es difícil, hago como si nada 

pasara por seguir rodando y divirtiéndolos. ¡Basta! ¡Ya está! Me han usado como una 

excusa para robar, para enriquecerse, para matar, para discriminar, para ocultar, para 

engañar. Me siento impotente ante tanto atropello, es peor esto que lo de los rústicos 

pegándome sin saber dónde voy a parar. Es imposible que siga permitiéndolo. Todos los 

días y a toda hora estoy rodando por ahí, me encanta hacerlo, pero con todo, fue 

suficiente ¡Ya no quiero jugar más!

Monólogos de la pelota.